miércoles, 29 de octubre de 2014

jueves 30 Octubre 2014 : Commentary San Juan Pablo II

Además de estos eximios y eminentes testimonios, Jerusalén acoge comunidades vivas de creyentes, cuya presencia es prenda y fuente de esperanza para las personas que desde todas las partes del mundo miran a la Ciudad Santa como a un patrimonio espiritual propio y un signo de paz y de armonía. Así es, porque en su calidad de patria del corazón de todos los descendientes espirituales de Abraham, para quienes resulta inmensamente entrañable, y en su calidad de punto de confluencia, Jerusalén se levanta, a los ojos de la fe, entre la trascendencia infinita de Dios y la realidad del ser creado, como símbolo de encuentro, de unión y de paz para toda la familia humana. La Ciudad Santa encierra, pues, una profunda invitación a la paz, dirigida a toda la humanidad, y en particular a los adoradores del Dios único y grande, Padre misericordioso de los pueblos. Pero, por desgracia, hay que reconocer que Jerusalén está siendo motivo de persistente rivalidad, de violencia y de reivindicaciones exclusivistas. Esta situación y estas consideraciones traen espontáneamente a los labios las palabras del Profeta: "Por amor de Sión yo no me callaré, y por Jerusalén no pararé hasta que resplandezca su justicia como luz esplendente, y su salvación como antorcha encendida" (Is 62, 1). Pienso y suspiro por el día en que todos seamos realmente tan "enseñados por Dios" (Jn 6, 45), que escuchemos su mensaje de reconciliación y de paz. Pienso en el día en que judíos, cristianos y musulmanes puedan intercambiarse en Jerusalén el saludo de paz que Jesús dirigió a los discípulos, después de su resurrección: "La paz sea con vosotros" (Jn 20, 19).



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